Foto: ©Alberto Ortega


Por Horacio Sáinz, uno de los protagonistas de El silencio de otros |

Noche del sábado 2 de febrero del año 2019. Unas horas antes, a medida que avanzaba el día, sentíamos la responsabilidad pesar sobre nuestros hombros, aplastarnos contra el suelo. Los esfuerzos, la dedicación de muchas personas de bien durante años, pasaría un riguroso examen.

Al fin, llegó el momento. Cuando la pareja de presentadores gritó “¡El silencio de otros!”, saltamos felices, igual que en otros puntos de España y del mundo hicieron muchos miles de mujeres y hombres de todas las edades y procedencias que se sienten representados por la historia que la película narra de forma magistral.

Almudena Carracedo y Robert Bahar, los directores, los creadores de un proyecto en el que creyeron antes que nadie, por el que arriesgaron mucho y que han sido capaces de llevar a buen puerto, sorteando temporales, navegando con inteligencia, tesón y paciencia, recibían el premio con un discurso bello y, sobre todo, sentido y lleno de reconocimiento a los miles y miles de protagonistas anónimos que, por fin, encuentran el que desde siempre merecen.

Todos los que participamos en El silencio de otros, todos los que asistimos a actos públicos en España, o viajamos a Argentina en busca de una justicia que se nos niega en nuestro país, hemos experimentado, desde ese día, una irreversible transformación. De la noche a la mañana, como en un buen truco de ilusionista, hemos dejado de ser invisibles. Esa noche nos sentimos por vez primera escuchados y visibles, y con nosotros lo fueron las historias que miles y miles de mujeres y hombres nunca han podido contar, esas historias que forman parte del patrimonio privado de los que nunca pudieron honrar debidamente a sus familiares.

Hay un antes y un después de esa noche mágica. El tiempo transcurrido desde Sevilla hasta hoy, con su enorme carga de emociones, nos enseña que mostrar la realidad, hablar sin tapujos ni medias tintas, es el único camino fiable para recuperar la memoria colectiva tras un larguísimo paréntesis de olvido impuesto.

Hemos seguido creciendo y caminando, recorriendo pueblos y ciudades a lomos de nuestra película, escuchándonos con emoción públicos de todas las edades. Nuestra visibilidad ha crecido como una planta cuando encuentra suelos fértiles y el agua necesaria para la vida. La gente se acerca a narrarnos sus penas ocultas desde décadas atrás: una abuela asesinada, el robo de los escasos bienes familiares, un padre torturado, los hijos separados o robados, el esfuerzo silencioso, sufrido, de las mujeres de la casa por preservar un hilo de esperanza… Al hablar, al romper el largo tabú del silencio, ellas y ellos también se volvieron visibles.

Pero este hermoso cuento no ha acabado. Para que todos los olvidados y desaparecidos respiren aliviados hay que seguir la lucha que retrata El silencio de otros.  Necesitamos rescatar, entre todas y todos, nuestra memoria. Aprender del pasado. Buscar a los niños perdidos. Juzgar a los que torturaron o cometieron crímenes. Enterrar con dignidad a nuestros seres queridos que siguen en cunetas. Y cuando todo eso ocurra –y estaremos empujando el carro para que sea más pronto que tarde– volveremos a ser felices, tanto al menos como lo fuimos por unas horas en la gala de los Goya en Sevilla.