Peso y ligereza | Las actrices de Viaje al cuarto de una madre

Celia Rico Clavellino dedica unas palabras a Lola Dueñas y Anna Castillo, nominadas a Mejor Actriz Protagonista y de Reparto en los 33 Premios Goya 

Foto: ©JorgeFuembuena – Academia de Cine


Por Celia Rico Clavellino

Lola Dueñas es una gran lectora. Le gusta analizar el texto, pensar de dónde sale cada cosa, por qué un personaje dice esto o calla lo otro. Lola es también una gran escritora; toma notas bellísimas entre líneas, relaciona situaciones con imágenes que ha visto aquí y allá porque, además de una gran lectora y una gran escritora, es también una gran observadora. Si sales a pasear con ella por una calle que has transitado hasta la saciedad, descubres cosas que ni sabías que estaban ahí, delante de ti. Y no es solo lo que ella ve, es cómo lo ve. Lola mira con los ojos de una niña a la que el mundo aún le ofrece posibilidades infinitas; una niña transparente, que no dice nada que no piense y que todo lo que hace, lo hace de verdad. Tanto que no sabe actuar. Lola no necesita actuar porque se compromete con sus personajes y hace las cosas de verdad. Esa verdad es su compromiso con el cine, pero también con la vida.

Yo he tenido la suerte de trabajar con ella. Cuando una actriz como Lola se abrocha el botón de un pijama o marca el teléfono de una hija de la manera en la que tú lo habías imaginado, te das cuenta del enorme privilegio que es escribir una acción para que ella la analice, tome sus notas y le dé cuerpo, voz y aliento; del enorme privilegio que es escribir un diálogo para que ella le dé ligereza al peso y peso a la ligereza; del enorme privilegio que es escribir una acotación para que ella llene de matices el mínimo gesto, dibuje contradicciones en las emociones y nos ilumine con el mundo que atesora debajo de su mirada. Lola ha hecho un trabajo excepcional, delicado y sutil, pero también arriesgado. Nada le quedaba más lejos que Estrella, una madre que se aferra a su hija y que se refugia en un pequeño cuarto de costura.

Le pedí a mi propia madre –costurera de profesión– que enseñara a Lola a coser. Durante un par de meses Lola visitó su cuarto de costura y aprendió a coser como si lo hubiera hecho toda la vida. No fue un simple curso de costura, fue un proceso de transmisión de una vocación, vinculado al amor incondicional de una madre. Era la primera experiencia para mi madre trabajando en una película y la mía dirigiendo. Y aunque no fuera así para Lola, nos hizo sentir, con su total entrega y pasión, que ella también estaba haciendo esta película como si fuera la primera vez.

Anna Castillo. Cuando la tienes delante, no puedes apartar los ojos de ella. Es magnética y te atrapa sin que apenas te des cuenta, porque posee una de las cualidades más preciadas en un actor: la naturalidad. Anna es una fuerza de la naturaleza que, con una frescura inusitada, imprime en los personajes actitud. Y qué actitud. Decía Yasujiro Ozu que hay que expresar los sentimientos después de haber captado el carácter, y que si no se capta el carácter del personaje y se trata únicamente de representar sentimientos, el actor hará un trabajo correcto, nada más. Pero Anna sabe captar el carácter y consigue que sus personajes, además de emocionarnos, vivan con nosotros cuando las películas se acaban.

Leonor, el personaje que le ofrecimos a Anna, no tenía nada que ver con las chicas decididas, sociables y descaradas que había interpretado antes. Leonor estaba en las antípodas de todos esos personajes, y Anna quiso arriesgarse como actriz cuando me dijo que sí, que ella quería ser esa chica introvertida que no sabe cómo separarse de su madre. Para ello, tuvo que sacar a la niña frágil que lleva dentro, desnudarse sin escamoteos y mostrar su lado más vulnerable. Anna ha hecho un trabajo tan honesto que la cámara (de Santiago Racaj) acaba queriéndola tanto como ella ha querido a Leonor. Ese amor es el material sensible con el que ella ha trabajado. Y cuando una actriz te entrega todo esto, tienes un tesoro.

Le pedí a Anna que explorara las emociones más íntimas de Leonor y que las escondiera luego como si nada de eso estuviera pasando. Fue un trabajo casi sonoro, de agudizar el oído para que el tono siempre fuera el de los gestos mínimos. A mí me daba miedo que esta forma tan medida de trabajar le restara esa naturalidad que tanto me gusta de ella. Es una actriz tan vitalista que, cuando la liberas de esta contención, consigues momentos mágicos. Sin embargo, Anna posee tal intuición e inteligencia en el dominio de las emociones y sus resortes que, cuando sale de su zona de confort y se desnuda como lo hizo con Leonor, esa magia suya se multiplica, y consigue crear algo tan profundo y delicado que solo puedes rendirte a sus pies. Nunca imaginé a otra Leonor que no fuera ella. Trabajar con Anna (y con Lola) es lo mejor que nos ha pasado a todos los que hicimos esta película.